30 de enero de 2008

En Blanco y Negro

Foto por Prof-B (CC Some Rights Reserved)

Caminaba por la calle con paso indeciso, mirando hacia arriba sin estar muy segura de encontrar lo que buscaba. Cada diez pasos volvía a mirar el reloj de pulsera, que le recordaba con el ceño fruncido que llegaba tarde al colegio. "Ya es la tercera vez este mes, tu verás, guapa". Eso le pasaba por conservar aquel reloj gruñón en lugar de haberlo cambiado por uno de esos móviles tan chulos que tenían sus amigas. Que no sólo daban la hora, sino que además tenían juegos, cámara de fotos, música... "Y tú, ¿qué? ¡Si encima siempre retrasas!" No podía estar siempre contando con un margen de quince minutos porque al señor se le diera por tomárselo con calma. Después de todo era su único trabajo y no sólo era incapaz de hacerlo bien, sino que encima tenía la caradura de acusarla a ella de tardona. Claro que esta vez no era culpa del reloj, sino del duende calvo que se le había colado en casa aquella mañana. Se tropezó con él cuando sacaba la leche de la nevera y se llevó tal susto que había estado a punto de estrellar la botella contra el suelo. "¡Ten cuidado, niña tonta!" le gritó el tipejo verde con una vocecilla chirriante que le hizo cosquillas en el oído. "Tengo una misión para ti" le anunció a continuación. A lo que ella le contestó diciendo que ella ya tenía una misión: tenía que ir al colegio. Lástima que sus padres no hubiesen estado ahí para oírla, no habrían dado crédito a sus oídos. A lo mejor hasta se hubiesen sentido un poco orgullosos de ella. "Mira, niña, no te estoy pidiendo algo. Te lo estoy ordenando". A ella le dió ganas de morirse de risa ahí mismo. Fijo que de una patada mandaba al pequeñajo ese al otro lado de la ciudad. Pero el duende, que parecía leerle el pensamiento, se apresuró a dejarle las cosas claras. Porque él sabía que ella estaba preparando a conciencia un examen de física, sabía que esas fórmulas intrincadas se resistían a entrar en su cerebro de mosquito, que los nervios se la habían jugado más de una vez, que tenía pavor a la profe y aún más a sus padres, que no iban a admitir otro fracaso. La castigarían para siempre, su vida quedaría reducida a una triste senda solitaria. El duende le aseguró que no sólo podía conseguir que la aprobaran, sino que podría incluso sacar un diez. "No, un diez no, que eso les va a oler mal... Pero un ocho estaría bien". Había conseguido captar su atención, ¿qué había que hacer? Sólo tenía que entregar un mensaje en la calle en Blanco y Negro, al otro lado de la ciudad. Buscar la ventana roja, en un tercer piso, entrar en el edificio, llamar a la puerta con una "B", decir que venía de parte de Jamendus, dar el mensaje, dejar un sobre, largarse. No entendía por qué no podía ir él mismo en lugar de enviar a una niña inocente en horario de clase. Pero eran cosas de duendes, no cabía esperar que nadie las entendiera.
Allí estaba, la ventana roja. Entró, empezó a subir las escaleras desvencijadas, aspiró el olor a moho, perdió el resuello al llegar al rellano del segundo piso, siguió subiendo, se detuvo frente a la puerta con una "B" dorada descolorida, llamó al timbre que no sonaba, golpeó la puerta, preguntaron quién era, dijo de parte de quién venía, le abrió una señora enorme desdentada, la hizo pasar. "¿Cuál es el mensaje?" le preguntaron. Ella respiró hondo y soltó, sin entender una sola palabra de lo que estaba diciendo: "Se busca secretaria trilingüe, con total disponibilidad horaria, carnet de conducir y disposición para viajar, dones diplomáticas, informática a nivel usuario, experiencia de diez años en empresa de ámbito multinacional. Retribución: 12.000 euros brutos anuales". La señora, que parecía haber estado traduciendo las palabras en cifras, agarró el sobre sin preguntarle y contó rápidamente los billetes que había en su interior. Pareció satisfecha, le dijo que ya podía irse.
Según iba bajando las escaleras, creyó oír a su reloj de pulsera diciendo algo así como: "¡Pues vaya una mierda de sueldo! ¡Así no hay quien se compre un piso!" Pero ella estaba tan contenta que al llegar a la calle empezó a tararear una canción que, poco a poco, fue acallando los comentarios molestos del artilugio... "¡Te la vas a cargar! ¡Es tardísimo!"... El mundo a su alrededor fue recobrando el color y ella iba a sacar nada menos que un ocho en física, ¡qué bien!

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