10 de enero de 2008

Otros claman por venganza


Fue una noche funesta que nunca olvidaremos. Los empleados se fueron a eso de las once, como de costumbre y sólo quedó Paco, el segurata, que hace cualquier cosa menos trabajar. Cuando le contrataron, hace la tira de años, era un chico gordito que traía sus libros de la universidad para aparentar que estudiaba. Luego su madre debió de darlo por imposible y nuestro amigo los cambió por una mini tele que acabó destrozándole la poca vista que tenía. Hace ya tiempo que lleva gafas, el desgraciado. Además está calvo y le sobran demasiados kilos como para perderlos sin ayuda de un buen especialista. No creo que se vaya a casar en la vida porque con esas pintas espanta a cualquier chica, incluso a la más desesperada. Le encantan los programas de deportes: es un fanático de la lucha libre, el golf y el hockey sobre hierba. Es, sin lugar a duda, nuestro principal recurso de diversión por aquí. Nos dedicamos a adoptar extrañas posturas para desconcertarle, le cambiamos los canales de televisión, escondemos sus cosas… A veces hasta nos sentimos mal por él, pero al día siguiente se nos suele haber olvidado y volvemos a la carga. Recientemente le hemos visto ojeando revistas sobre sucesos paranormales, así que es bastante probable que hayamos conseguido que crea en fantasmas.
Era más de medianoche cuando hubo un fuerte ruido de cristales rotos, a continuación saltaron las alarmas. Vimos entrar a varias sombras encapuchadas, que se hicieron paso dándose empujones y soltando risitas. Unos aficionados que habían entrado a armarla para tener algo que contar a sus colegas al día siguiente. Yo estaba muerta de miedo. Le pedí a Roberto que me contara lo que veía, pues estaban en su ángulo de visión. Yo miraba al frente desde que había empezado la temporada de invierno, hacia la calle comercial. Era más entretenido que ver a los clientes eligiendo nuestros trapos, de eso no cabía duda. Pero esa noche hubiese dado cualquier cosa por cambiarle el sitio a mi colega. Claro que no era cuestión de que me descubrieran y se viera truncada nuestra larga historia de perfecto inmovilismo. Millones de kilos de plástico en paro por un simple descuido, no me lo perdonarían nunca. La alarma dejó de sonar casi inmediatamente, lo que nos pareció un tanto sospechoso. Más risitas y pasos. Roberto no decía nada. "¿Ves a Paco?" le preguntamos. "No estoy seguro..." nos dijo. "Parece que está discutiendo algo con esos tipos..." "¡Pero qué dices! ¡De qué van hablar con Paco!!! ¡Qué no se haga el héroe! ¡Sólo tiene que llamar a la poli!!!" dijo Pedro molesto... Siempre he estado enamorada de Pedro. Es tan elegante, tan atractivo, todo lo que le ponen le sienta tan bien... La caga un poco cuando habla, pero como no habla mucho se puede pasar por alto. Si un día cambiara nuestra política y nos dejaran movernos a nuestro antojo, me fugaría con él. Nos iríamos a la cafetería de enfrente a tomarnos un café juntos y hablaría sin parar para que él no pudiera meter baza y estropear ese momento tan mágico. Después no sé qué haríamos, supongo que le dejaría por alguien con más mundo, como Roberto, que ya ha estado en varias tiendas de la ciudad. Nunca te cansas de escucharle...
Las risitas de los desconocidos se tornaron en risotadas y pasos cada vez más fuertes. A medida que se acercaban parecía que el epicentro de un terremoto, que se llevaba por delante todo lo que pillaba, se desplazaba hacia nosotros. Roberto nos contaba con voz entrecortada cómo esos salvajes barrían con todo a su paso: percheros, modelos rebajados, cajas registradoras, lámparas... Ni siquiera nuestros compañeros se libraban de sus garras: era una auténtica masacre. Pero, ¿y Paco? ¿No iba a detenerles? ¿Para qué le pagaban? ¿No había llamado a la policía? ¿No tenía una pistola con la que pegarles un tiro o al menos una triste porra con la que aporrearles? ¿Tan rápido había caído? ¿Tan inútil era? Roberto dejó de hablar al tiempo que se oyó un golpe seco y un chillido a modo de grito de guerra, extrañamente familiar, que nos hizo estremecernos de miedo. El cuerpo mutilado de nuestro compañero salió despedido hacia el otro lado de la vitrina rota acompañado de su traje de 250 euros, su camisa de seda, sus zapatos italianos... Todo ello quedó desparramado en la acera, dibujando un panorama desolador. El busto desnudo de nuestro amigo había aterrizado justo frente a nosotros, pero su mirada escapaba a las nuestras. Ni siquiera había pestañeado, el tío. Era todo un profesional.
Sin embargo, no hubo tiempo de lamentaciones. Paco se había plantado frente a nosotros con una sonrisita espeluznante, de esas que te dan ganas de salir corriendo hasta quedarte sin respiración. Tenía en la cara la misma expresión de alegría incontenida que cuando su golfista preferido hacia un hoyo bajo par.
"¿Y ahora qué, monstruos? ¿Quién se ríe ahora?" soltó con su voz de fumador empedernido. ¿Era posible que nos hablara a nosotros? ¿Había perdido el juicio o realmente era consciente de lo que hacía? ¿Esperaba que le contestáramos acaso? ¿Qué pensarían sus compañeros encapuchados?
Y sin decir más, sacó su porra dispuesto a hacernos trizas a todos y a cada uno. Y lo hubiese logrado, queridos míos, de no haberse cruzado en su camino nueve bolas de billar negras azabache que le hicieron tropezar, rodar por el suelo... y soltar un aullido poco humano que nos dejó petrificados. A lo lejos ya se oían las sirenas de las patrullas de la poli, que se acercaban a socorrernos.
Las bolas se pusieron en formación militar y durante unos segundos permanecieron inmóviles, como preguntando algo. Nos pareció que buscaban un perro de tres cabezas e hicimos al unísono un leve encogimiento de hombro, apenas visible, seguido de un gesto de agradecimiento. Desaparecieron calle abajo con un siseo. ¡Un perro de tres cabezas! ¡A quién se le ocurre!!!
Los encapuchados desaparecieron dejando a Paco a merced de la poli. Nunca le volvimos a ver. Ahora nos han traído a Seve, para el que nuestras bromas inocentes pasan totalmente desapercibidas. A Roberto le recogieron las señoras de la limpieza entre risas y no supimos más. A veces sueño con él y pienso que nunca me tomaré ese café en el local de enfrente. Ni con Pedro ni con nadie.

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