11 de febrero de 2008

A veces hay que saber decir adiós...


Llevo trabajando dos meses aquí y no ha cambiado nada. La oficina tiene el mismo aspecto cochambroso del primer día y mi jefe sigue disfrazado de duende. Ya estoy empezando a pensar que no es que sea un fanático de los carnavales, sino que es verde y calvo por naturaleza, lo que resulta aún más preocupante. Aún no sé qué vendemos o fabricamos, o mejor dicho, para mí que no vendemos ni fabricamos nada. Sólo generamos deudas y problemas de diversa índole. El teléfono no deja de sonar desde que entro a las nueve de la mañana hasta que salgo a las siete de la tarde (incluídas esas dos horas muertas para comerme uno de los menús grasientos que ofrece el bar de abajo). Las llamadas que recibo no podrían ser calificadas como amistosas. En estas semanas me han llamado absolutamente de todo, pero, como una buena profesional, he sabido encajar los insultos con dignidad. Sea lo que sea lo que hagamos, debemos de hacerlo fatal. Siguiendo instrucciones precisas de mi jefe, he llevado un registro riguroso de las llamadas, cosa que al principio traté de hacer en el Pentium III al que llamábamos cariñosamente "la tostadora". Hasta que, un buen día, el hombrecillo verde se empeñó en meterle una copia pirata del Windows Vista y, claro, pasó lo que tenía que pasar: el pobre cacharro murió fulminado por el peso de la tecnología moderna. Como la compra de un ordenador nuevo no estaba contemplada en el presupuesto de este año, en una clara muestra de mi capacidad de iniciativa, me trajé de casa una vieja máquina de escribir y una calculadora con las que me las he apañado perfectamente hasta el día de hoy.
Lo que peor he llevado en todo este tiempo es que cada dos por tres me esté llamando a las tantas de la madrugada para dictarme uno de sus estúpidos faxes. No sólo me desvela, sino que ha ocasionado lo que podríamos denominar una crisis de pareja entre mi novio y yo. "¿A qué viene eso de llamarte a estas horas? ¿No puede esperar a mañana? ¿Esto cómo nos lo va a pagar?" Hace un par de noches atendió él mismo el teléfono y le dijo cuatro cosas bien dichas al duende, que no se cortó en llamarle absolutamente de todo desde el otro lado de la línea. Lamentablemente me quedé dormida antes de averiguar quién salía vencedor en aquella batalla de berridos.
Entre los dos van a acabar conmigo, así que hoy he decidido que les dejo. No me siento realizada ni como novia ni como empleada. A uno le he aguantado cinco largos años, durante los cuales jamás se ha acordado de la fecha de mi cumpleaños ni me ha regalado ningún detalle por San Valentín. Esa falta de romanticismo me parece pura incompetencia y no la voy a aguantar ni un minuto más. Al tipejo verde le despido por llevar una empresa tan desastrosa y conseguir en apenas unas semanas que el nivel de autoestima de su única empleada caiga por los suelos.
"Lo sabía" me dijo mi novio al conocer la noticia"¡tú tienes un rollo con tu jefe!" Nunca podrá aceptar que le haya dejado por un tipo más feo que él. No he querido aclararle el malentendido para que le duela más y no me olvide nunca. Le he dado quince días para que se largue, pero, conociéndole como le conozco, diría que su orgullo herido ya se lo habrá llevado a los brazos de alguna otra candidata.
Mi jefe tampoco pareció muy entusiasmado con mi marcha y menos aún cuando le dije que, al no haber contrato que vinculara nuestra relación, no le daba ni un día más de mi vida. "¿Pero no puedo ni llamarla de vez en cuando para dictarle algún faxecillo? Los redacta Usted tan bien..." Nada, que me olvidara. No quería verle ni en pintura. Podía meterse mis sueldos por donde le cupieran, no le iba a reclamar ninguno. Le dejé ahí plantado, junto al teléfono naranja, que no dejaba de sonar. Cuando le miré por última vez, justo antes de cerrar la puerta de la oficina con un estruendoso portazo, me dió la impresión de que parecía algo más viejo y pequeño.
Ahora que me encuentro de nuevo en la calle, despojada de todos los disfraces, sin ataduras, empiezo a sentirme extrañamente liberada. Pero la alegría dura poco, como todo lo bueno. Vuelta a buscar trabajo, vuelta a buscar novio. Menos mal que al menos tengo piso, otros no tienen ni eso.

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